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Dossier. Muerte, política y conmemoración en América Latina

Muerte, política y conmemoración en América Latina

 

Sandra Gayol (UNGS-CONICET)

 

La muerte como experiencia humana universal concita, desde hace mucho tiempo, un interés central en las artes, la filosofía, la religión, la sociología y la antropología. La historia se incorporó tardíamente, a fines de los años ’70 del siglo pasado, a producir sistemáticamente conocimientos sobre el tema. La mortalidad, los ritos mortuorios, los lugares de entierro y los vínculos de los deudos con los difuntos, fueron los pilares iniciales sobre los que se construyó una historia social de la muerte que no ha cesado de proliferar en la historiografía de la mayoría de los países de occidente. Una historia política de la muerte, es decir, atenta a los vínculos que los estados, los partidos políticos, los dirigentes y las organizaciones de la sociedad civil movilizadas en el espacio público mantienen con la muerte y los muertos es mucho más reciente.

Las primeras aproximaciones académicas se iniciaron con el estudio del holocausto. Más tarde, las dictaduras del Cono Sur, los asesinatos masivos en Ruanda, Camboya o en la ex Unión Soviética, por ejemplo, relanzaron los estudios sobre las masacres y genocidios. Variadas y complejas estas investigaciones, que constituyen hoy un campo en sí mismo, muestran uno de los múltiples vínculos que los estados y los gobiernos mantienen con la muerte. El estado mata, aniquila los cuerpos muertos, repara en dinero a los familiares por los actos de desaparición forzada que él mismo cometió, gestiona administrativamente los cadáveres, autoriza la inhumación o la cremación. Pero también el estado delimita su esfera de influencia, se afianza y se legitima a través de ciertos muertos. Estos usos no son de su exclusividad. Las agrupaciones políticas construyen sus identidades en parte edificando panteones partidarios, y todas las naciones celebran a sus “´héroes” por medio de los cuales construyen el vínculo entre pasado-presente-futuro.

El presente dossier “Muerte, política y conmemoración en América Latina” contiene artículos que directa o implícitamente reflexionan sobre algunos de estos tópicos. Más allá de los casos específicos que abordan, los trabajos aquí reunidos se ocupan de los muertos que construyen la gloria de los estados, pueden afianzar las relaciones entre los estados, las identidades partidarias y/o las nacionales. Todas las contribuciones muestran el poder de los muertos y cómo la política no puede prescindir de ellos y de la frecuente manipulación de sus biografías póstumas.

Alejandra Fernández incursiona en los diferentes recursos que la dirigencia revolucionaria de Buenos Aires desplegó, a partir de mayo de 1810, para hacerse obedecer, para legitimarse y para difundir e inculcar los nuevos valores patrios. Dentro del cúmulo de dispositivos, las circunstancias y rituales que rodeaban a la muerte devinieron instrumentos esenciales de pedagogía política. Si los revolucionarios de mayo no innovaron en las formas de matar, como lo hicieron los revolucionarios franceses, sí se arrogaron el atributo del castigo ejemplificador que, como muestran los asesinatos de Santiago de Liniers en 1810 y Martín de Alzaga en 1812, trascendía la muerte y se extendía hasta las formas de ocultar o de exhibir los cuerpos y de las disposiciones para el tratamiento de los restos.

Habitualmente la muerte dispara una serie de ritos y ceremonias en torno al difunto que facilitan el pasaje al mundo de los muertos y la reincorporación de los deudos al mundo de los vivos. Esta función integradora convive con la capacidad que también tienen los ritos de mostrar, a través de la pompa y el ceremonial, el poder, el estatus y el prestigio que el muerto –y su familia- había tenido en vida. Ninguno de los “padres fundadores” de las repúblicas latinoamericanas decimonónicas recordados hoy por las niñas y niños de las escuelas tuvieron, al momento de morir, exequias públicas y honras fúnebres. Muertos en el exilio, pobremente y en soledad; asesinados brutalmente y amputados sus cuerpos en muchos casos, fueron las necesidades políticas de las jóvenes repúblicas las que estimularon la construcción, a ritmo dispar, de su culto como héroes nacionales. Cristina Mazzeo reconstruye el proceso y las circunstancias que permitieron que José Gervasio Artigas se despojara de los calificativos de asesino, bandido y contrabandista y fuera proclamado, en 1856, “Padre del Federalismo y Protector de los pueblos libres”. Artigas, de esta manera, pasó de la marginalidad más absoluta a ser el instrumento estatal necesario para crear un sentimiento de unidad nacional y aglutinar, al mismo tiempo, a distintos grupos políticos: él era, pues, el elemento necesario para la construcción de una nación.

También en el México que emergió en el segundo decenio del siglo XIX, el discurso político se caracterizó por presentar como a santos laicos a quienes habían iniciado el movimiento independentista. Sus cuerpos, sus huesos, sus cenizas o también alguna cosa u objeto que alguna vez les habría pertenecido, debían ser preservados y tratados como reliquias y por ende ser objeto de veneración y exaltación. María del Carmen Vázquez Mantecón muestra el tratamiento, en el curso del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX, de los restos mortales de los hombres que tuvieron que ver con el movimiento que llevó al inicio y a la consumación de la independencia de México. Recupera las peripecias de las distintas exhumaciones, las honras que recibieron en su trayecto y el solemne homenaje que les tributaron distintas ciudades y sobre todo la ciudad capital.

Los despojos movilizados fueron cruciales en la definición de los nuevos estados, en su redefinición, y para el nacionalismo que une inexorablemente localización del cuerpo muerto-suelo-parentesco. Las repatriaciones son indisociables de esta fusión y generalmente se proponen, reactivan y finalmente concretan en coyunturas puntuales que las tornan útiles. Como demuestra Beatriz Bragoni, el memorial sanmartiniano se materializó primordialmente en las ceremonias fúnebres que tuvieron lugar en Buenos Aires treinta años después de la muerte del general, cuando el gobierno nacional, presidido por Nicolás Avellaneda, concluyó la dilatada empresa de repatriación de sus restos desde Francia. La autora recupera el papel de San Martín en su propia representación heroica y la no menos decisiva participación de su familia en esta empresa, especialmente su hija. El artículo de Eduardo Hourcade focaliza en la reconfiguración de la imagen Sanmartiniana para la remodelación de una conciencia histórica en los años treinta del siglo pasado emprendida por intelectuales e instituciones estatales de reciente creación. Ambas contribuciones muestran la pluralidad de actores (entre ellas el propio San Martín) e instituciones, que sin denuedo se dedicaron a la consagración de San Martin y a colocarlo en la cima del panteón nacional argentino.

Los héroes se fabrican y también se recrean. Son traídos a la memoria pública de un país cada vez que se necesita un clima de unidad, pueden ser usados como piezas fundamentales en la articulación de un proyecto de reconciliación nacional. Fue el caso de Juan Manuel de Rosas repatriado de Inglaterra e inhumado en el cementerio de La Recoleta de Buenos Aires en 1989 por el gobierno del presidente Carlos Menem. La contribución de Jeffrey Shumway muestra la operación gubernamental de proponer, a partir de la figura pública más controversial del siglo XIX argentino, la reconciliación con el pasado remoto y especialmente la reconciliación con el pasado más reciente. La redefinición del árbol genealógico argentino y la reescritura de la historia que habilitaba la repatriación y los homenajes oficiales, fueron un instrumento formidable, y escandaloso, para justificar una decisión política infame: el indulto a los militares de la última dictadura argentina.

Los ritos fúnebres públicos y/o estatales no son acontecimientos del pasado y el siglo XX y XXI ofrecen numerosos ejemplos de su eficacia política. La contribución de Daryle Williams y Barbara Weinstein sobre la muerte de Getulio Vargas y la de mi autoría sobre los funerales de Hipólito Yrigoyen muestran el conjunto de políticas simbólicas que, por medio de la muerte, despejan nuevos registros de la expresión política. Desde el estado y con un rol decisivo de la familia Vargas; en oposición al gobierno y con un papel clave de la Unión Cívica Radical; ambas exequias articularon a partir del vínculo emotivo entre el líder muerto y las masas el acontecimiento con la estructura. Ambos ritos de pasaje multitudinarios no conformaron un determinado estado de la política o del equilibrio de fuerzas entre Estado, gobiernos, partidos, ciudadanos/as; sino que también intervinieron activamente en la definición de sus relaciones y de la situación política.

Textos que integran el dossier: