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Dossier | Justicia y Administración entre el antiguo régimen y el orden liberal: lecturas ius-históricas


Alejandro Agüero (Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales, Facultad de Derecho UNC – CONICET)

 

El giro jurídico y el paradigma jurisdiccional

La revitalización de la historia política desde finales del siglo pasado ha estado asociada con una serie de cambios epistémicos que aprendimos a identificar con la noción de giro. Así, en los diversos contextos académicos, se ha hablado de giro lingüístico, giro cultural, giro imperial, etc. Recientemente, Annick Lempérière ha usado la expresión “giro jurídico” para referirse a la importancia historiográfica que tuvo el surgimiento de una “nueva historia del derecho” cuya producción, a partir de un enfoque antropológico y crítico, ofreció herramientas para una mejor compresión del orden jurídico y de las instituciones, tanto de la antigua monarquía como de las primeras experiencias constitucionales[1]. No está de más recordar, en este sentido, que hace algo más de una década, Marcela Ternavasio invitó a un grupo de historiadores y juristas a reflexionar sobre las relaciones entre la historia política e historia del derecho, dos disciplinas entre las que, todavía por entonces, podía señalarse un “divorcio” difícil de justificar desde el punto de vista de los enfoques y objetivos compartidos. Aquella propuesta se plasmó en un conjunto de ensayos, publicado en esta misma sede (http://polhis.com.ar/archivo/polhis10/ ), en 2012, bajo coordinación de Darío Barriera y Gabriela Tío Vallejo. En cierta forma, muchas producciones desarrolladas a lo largo de los últimos años, con independencia de su filiación académica, han demostrado la potencialidad de esa relación interdisciplinar así como las posibilidades abiertas a partir de la renovación iushistórica.

Entre los aportes más significativos de esta nueva historiografía jurídica, o historia crítica del derecho, se encuentran, sin dudas, aquellos que profundizaron en la demostración de los anacronismos vinculados con la utilización de toda una gramática estatal para describir las formas de organización y gestión del poder en la sociedad de antiguo régimen. Asumir la alteridad del pasado y tomar en serio la producción doctrinaria del ius commune como fuente de exploración antropológica, fueron algunas de las premisas que guiaron una minuciosa labor hermenéutica orientada a reconstruir las claves de un lenguaje institucional que se tornó irreconocible tras el ciclo de las revoluciones de finales del siglo XVIII. Se fue configurando así, a los fines de la comprensión histórica del orden político pre-contemporáneo, un modelo de interpretación alternativo al de la gubernamentalidad estatal, basado en una lectura más sensible a la semántica propia de las fuentes. El “paradigma jurisdiccional”, un marco teórico que hoy resulta familiar para quienes frecuentan la historia de las instituciones pasadas, vino a mostrar, definitivamente, cómo las categorías jurídico-políticas a las que recurría generalmente la historiografía para caracterizar las autoridades públicas y sus actos, en cualquier tiempo y lugar, respondían, por el contrario, a un léxico, a un orden de valores y a un sentido del poder contextualmente determinados[2].

Los estudios que adoptaron el modelo jurisdiccional como marco de interpretación mostraron que su cronología podía extenderse incluso más allá de lo que las primeras aproximaciones auguraban. Si, al comienzo, la centralidad de la iurisdictio como función estructurante del poder político parecía explicar solo las configuraciones institucionales de una experiencia bajomedieval signada por la recuperación cristiana de los textos romanos para ponerlos al servicio de la sociedad feudal, pronto se vería cómo la trama doctrinal gestada en los centros de saber del ius commune seguiría ofreciendo el principal soporte para las estructuras institucionales, especialmente en la Europa católica, hasta finales del siglo XVIII. Esto implicó, necesariamente, una profunda revisión del proceso de transición entre el antiguo régimen y el desarrollo del constitucionalismo liberal. Entre otras cosas, permitió desactivar la secuencia que, con una buena dosis de legitimación implícita, explicaba el tránsito del Estado absoluto al Estado liberal a partir de la incorporación de una serie de garantías que venían a limitar un tipo de poder que era, esencialmente, el mismo. La condición estatal fungía, así, como denominador común para dos escenarios que se diferenciaban porque, en el primero, “los poderes” estaban concentrados o confundidos, mientras que, en el segundo, habían sido adecuadamente separados para garantizar los derechos de los individuos.

Nos acercamos de esta manera al eje central del presente dossier. El principio de la división de poderes, con toda la carga de su retórica garantista, fue uno de los fundamentos esenciales del proceso de construcción de una nueva legitimación política tras el colapso de las antiguas monarquías. Todavía hoy es un tópico muy frecuentado por la historiografía política, particularmente en el estudio de los primeros desarrollos constitucionales hispanoamericanos. Más allá de la mejor comprensión que aportó el modelo jurisdiccional, muchos enfoques siguen privilegiando un punto de partida que toma como premisa los desarrollos teóricos de la división de poderes, obliterando, en buena medida, su función retórica, e imponiendo sus esquemas categoriales sobre unas experiencias de transición complejas, que suelen mostrar una preponderante actitud reactiva frente a cambios abruptos. Esta complejidad de los procesos de cambio se manifiesta en un lenguaje institucional que no necesariamente responde de manera directa a una teoría, o a su correspondiente retórica política, sino que articula los nuevos discursos con elementos propios de la tradición. Tal escenario requiere un especial conocimiento de los modos en los que se formalizaban discursivamente los actos de poder y de la forma en la que emergieron nuevos significantes y significados al calor de las trasformaciones ocurridas entre la crisis del antiguo régimen y la instauración de los así llamados regímenes liberales.

Con los trabajos aquí reunidos no pretendemos dar acabada cuenta del modelo jurisdiccional, aunque bien podemos considerarlos como piezas esenciales dentro de su desarrollo historiográfico[3]. El principal interés de este conjunto radica, en cambio, en el hecho de que todos los textos, compartiendo el mismo enfoque, ofrecen elementos para comprender una serie de distinciones que serán fundamentales en el tránsito del antiguo régimen al orden liberal. Enfatizando diferentes aristas, con perspectivas más generales o más específicas, privilegiando más un momento que otro, o un particular contexto, todos comparten una preocupación común por las representaciones dogmáticas de los actos de poder, con sus diferentes proyecciones en el terreno institucional y procedimental, así como por los factores que las tensionaban, tanto dentro del contexto jurisdiccional como en el escenario de transformación impulsado por el discurso liberal.

No se trata, en absoluto, de un conjunto excluyente. Muchos otros trabajos podrían haberse considerado a estos mismos propósitos. Creemos, sin embargo, que a lo largo de los textos que aquí presentamos, se podrán encontrar respuestas rigurosas a interrogantes que todavía suelen dar dificultad en la investigación histórica de carácter político institucional. ¿Qué significa hablar de gobierno por magistraturas o gobierno de la justicia? ¿De qué manera las estructuras institucionales y los mecanismos procesales reflejaban la centralidad de la justicia? ¿Cómo discernir entre justica y gobierno dentro de la estructura jurisdiccional? ¿Cómo se entiende la función de administrar en el antiguo régimen? ¿Cuál es la relación paradigmática entre administración y orden doméstico, condensada en la expresión “gobierno económico”?¿Qué papel jugó la transformación de la noción de policía en la conformación de un ámbito de poder relativamente diferenciado de las antiguas jurisdicciones? ¿Cuál es la trama común que subyace a las nociones de gobierno, administración y policía? ¿Por qué no cabe hablar de “administración pública” ni de “derecho administrativo” antes de las revoluciones ilustradas, en especial, antes de la Revolución Francesa? ¿Qué significado tuvo el desarrollo de la jurisdicción contenciosa-administrativa durante el momento napoleónico en Francia? Estas son algunas de las preguntas que, de manera explícita o implícita, abordan los textos aquí reunidos. Seguramente las lectoras, los lectores, sabrán encontrar muchas otras. Sirvan estas, ahora, como disparadores para suplir unas premisas introductorias que, por razones de espacio, no nos podemos permitir aquí[4].

 

Justicia y gobierno: la primacía de la justicia en el antiguo régimen

El artículo de Luca Mannori, originalmente incluido en el volumen dirigido por Raffaele Romanelli, Magistrati e Potere Nella Storia Europea (1997), se presenta aquí en la traducción castellana que publicó la Revista Jurídica de la Universidad Autónoma de Madrid en 2007. Se trata de un trabajo que retoma las líneas maestras planteadas en un extenso estudio previo dedicado a la “prehistoria de la función administrativa” (Quaderni Fiorentini, 19, 1990), texto seminal para comprender el carácter disruptivo de la concepción postrevolucionaria de la administración pública como poder estatal. El artículo que aquí presentamos tiene la virtud de recoger, en una magistral síntesis, los argumentos que deconstruyen la imagen que los juristas decimonónicos generaron en torno a las funciones del Estado, privilegiando el lugar de la administración como símbolo identitario de estatalidad. Mannori muestra cómo, en el transcurso del siglo XIX, se consolidó una estrategia narrativa que consistió en “presentar al absolutismo como un régimen en el que la autoridad pública había alcanzado más o menos la misma consistencia y concentración típicas de la edad contemporánea; con la diferencia, sin embargo, de que todo poder estaba entonces monopolizado por el monarca y por sus agentes” (pp. 127-128). Objetando esta premisa, el autor demuestra cómo el notable incremento de la actividad de los aparatos públicos durante los siglos de la edad moderna se desarrolló todavía bajo la forma de una “gestión judicial del poder” (p. 131).

En ese contexto, los cambios derivados de la crisis del absolutismo en Francia, de la revolución y del período napoleónico, no se circunscribieron a la instauración de una serie de limitaciones por medio del principio de separación de poderes, sino que crearon, dice Mannori, “dos tipos de autoridad totalmente nuevas, la judicial y la administrativa”. Aparecía así formalizada por primera vez “la existencia de un poder coercitivo y dispositivo completamente autónomo respecto a la declaración del derecho, e intrínsecamente «político» en tanto que instrumental para la realización de los fines empíricos del Estado” (p. 137). Esta ruptura se completaría con medidas destinadas a proteger a los administradores de la acción de los jueces ordinarios y a crear un ámbito especial -dentro de la esfera ejecutiva- para juzgar sus actos. Una transformación asociada al devenir napoleónico de la revolución francesa, pero que marcará hacia el futuro una forma de comprender no solo la división de poderes, sino el sentido institucional de la estatalidad en casi toda la tradición europea continental. El contraste con el desarrollo de estos cambios en el mundo anglosajón permite incluso repensar la relación entre la tradición británica y la continental, desplazando su mayor separación hacia el momento contemporáneo y ofreciendo, en nuestra opinión, un elemento más para pensar los derroteros latinoamericanos que buscaron combinar ambas tradiciones. Por su registro predominante teórico, por su amplio rango temporal, por su proyección incluso a la crisis del estado administrativo del siglo XX, el texto de Mannori nos proporciona una inmejorable introducción, temática y temporal para este dossier. Los estudios que siguen, moviéndose dentro de las mismas coordenadas, presentan, sin embargo, una mayor especificidad tópica o contextual, según veremos.

Tanto el trabajo de Antonio Manuel Hespanha, como el de Carlos Garriga, abordan la relación entre justicia y gobierno, tal como esta podía formularse dentro del modelo jurisdiccional, incluyendo los elementos internos que la tensionaban, aunque enfocándose cada uno de ellos en matices y contextos ligeramente diversos. Se trata, además, de textos producidos en distintos momentos del desarrollo de la nueva historia del derecho. El trabajo de Hespanha fue escrito para un célebre encuentro realizado en Florencia, en 1989, y si bien condensa buena parte de investigaciones previas, representa todavía una primera fase de la renovación iushistórica. Ello explica que el autor comience señalando la relativa falta de atención hacia la justicia y las prácticas judiciales por parte de una historiografía institucional que, todavía por entonces, privilegiaba más el estudio de la legislación y de la producción jurídica de los aparatos “políticos” de poder (p. 136). Aun así, a pesar del tiempo transcurrido y del notable desarrollo que ha tenido la historia de la justicia, incluso como campo transdisciplinar[5], las páginas que Hespanha escribió para aquel encuentro siguen ofreciendo una excelente guía para transitar por las intrincadas categorías con las que los juristas del antiguo régimen construían (y sostenían) la representación de los actos de poder en el orden jurisdiccional[6].

El texto de Hespanha tiene particular interés por diferentes razones. Por un lado, porque, más allá de dar cuenta de la función central de la justicia y de las múltiples variantes del poder jurisdiccional, incluidas las oscilaciones habilitadas en función de la gracia -como potestad capaz de subliminar la justicia-, explora también una serie de categorías que canalizaban las tensiones internas del antiguo régimen, expresadas en oposiciones conceptuales tales como justicia vs. gobierno, potestades ordinarias vs. extraordinarias, iudicium vs. arbitrium, razón vs. voluntad, razón de derecho vs. razón de estado, lo justo vs. lo útil, instituciones tradicionales como los consejos vs. organismos de coyuntura y expeditivos como las juntas, etc.  Tensiones que en el campo social se traducían en diferencias que separaban a quienes privilegiaban el saber de los juristas frente al arte de los políticos, bajo una primacía jerárquica de los primeros que solo entraría en crisis en el contexto iluminista (p. 179). En este contexto, precisamente, comenzaría a mutar la relación fundacional -como luego comprobaremos- entre la económica (como orden doméstico) y la política (como orden público). De entrada, Hespanha nos ha advertido que la doctrina moderna del gobierno ponía un particular énfasis en la proximidad entre el gobierno de la ciudad y el gobierno de la familia, señalando que la asimilación entre la figura del rey y la del padre era mucho más que un simple giro discursivo (p. 142). Sobre esa asimilación entre casa y ciudad, entre padre y rey, entre economía y política (en sus antiguos significados), discurrían buena parte de los argumentos que permitían discernir entre unos modos de actuar en justicia y otros de hacerlo de manera “gubernativa”, es decir, declarando derechos controvertidos, según razones de justicia, después de un ritual contradictorio, en el primer caso, o administrando bienes e intereses comunes como un buen padre de familia, según criterios de conveniencia, en el segundo. Una dualidad esencial para comprender la reconfiguración posterior de la justicia, por un lado, y la del poder de policía y la administración pública por el otro[7]. Pero el texto de Hespanha trasciende el plano conceptual y articula su notable marco teórico con el análisis de datos empíricos sobre aspectos que el discurso de los juristas contemplaba apenas de manera marginal, como la función y prevalencia de las justicias locales y legas, cuya actuación el autor logra mensurar, para el Portugal del siglo XVII, a través de los emolumentos de los escribanos (p. 186 ss.).

Buena parte de los elementos teóricos que hemos visto en Mannori y Hespanha son recuperados por Carlos Garriga en un texto que muestra cómo las categorías se materializan en instituciones y procedimientos, tomando en consideración el desarrollo de los aparatos de poder en la Monarquía hispana, principalmente en su planta castellana. Este trabajo, originalmente producido para un curso sobre el desarrollo de la jurisdicción contencioso-administrativa en España, se publicó ya en un momento de consolidación de la historia crítica del derecho y se presenta aquí en versión especialmente corregida por el autor para este dossier. En el punto de partida, Garriga asume la premisa de discontinuidad, común a todos estos textos, que implica, entre otras cosas, sostener el carácter esencialmente contemporáneo de la “administración pública” y de la jurisdicción contencioso-administrativa. A partir de allí, conjugando el análisis doctrinario y documental con la historia institucional, Garriga presenta una descripción explicativa no solo del modo en el que operaba el “gobierno de la justicia” en buena parte del orbe hispano, sino también de cómo se fue conformando su particular estructura institucional y se sostuvo, aun con tensiones, hasta el colapso mismo de la Monarquía. El lector, la lectora, encontrará un minucioso análisis del rocoso lenguaje técnico (i.e. jurisdicción, contencioso, gubernativo, agravio, querella, simple querella, provisión ordinaria, apelación, nulidad, apelación extrajudicial) a través del cual se pretendía hacer efectiva la primacía axiológica de la justicia. Primacía que informaba la distinción entre justicia y gobierno, y que explica los mecanismos procesales que aseguraban, en última instancia, el control judicial de cualquier acto de gobierno que lesionara derechos de parte. Tratándose de un aparato de configuración tradicional, formando por soluciones casuísticas que se fueron acumulando y generalizando a lo largo de los siglos, la explicación de su funcionamiento es, al mismo tiempo, una suerte de genealogía de su composición. De esta forma, Garriga describe el desarrollo de los dispositivos ascendentes y descendentes (desde los espacios locales hacia la corte y viceversa) que se fueron gestando a partir de la baja edad media y se consolidaron entre finales del siglo XV y comienzos del XVI, con la finalidad de hacer efectiva la justicia del rey.

Conviene quizás, en este punto, hacer una breve digresión sobre un aspecto que suele generar malentendidos, especialmente cuando se contrastan los dispositivos propios del paradigma jurisdiccional con las prácticas administrativas desarrolladas en el siglo XIX. Como se verá en los diversos trabajos, aquella posibilidad siempre abierta de acudir a un tribunal de justicia para reclamar la lesión de un derecho por parte de una autoridad gubernativa, quedó obturada con el desarrollo napoleónico de la Administración pública, concebida como un poder imperativo autónomo dentro de la órbita del ejecutivo, cuyos agentes quedaron exentos de responder ante la justicia ordinaria por los actos en cumplimiento de sus oficios. Frente a esto, debemos señalar, en primer lugar, que en las experiencias latinoamericanas, particularmente en el caso argentino, nunca hubo semejante configuración de la administración, cuyos actos, en todo caso, se fueron protegiendo de las acciones judiciales por medio de otras estrategias jurídicas. Siguiendo el modelo anglosajón, la garantía de la justicia frente a los actos de gobierno fue vista como un mandato constitucional ineludible. De ahí el rechazo y la renuencia de nuestros primeros juristas -al igual que sus pares del mundo anglosajón- a asumir las técnicas del derecho administrativo europeo, al que llegaron a considerar como una patología propia de los estados despóticos[8]. No es este el lugar para reflexionar acerca de las limitaciones que ello pudo implicar para la construcción de una estatalidad capaz de construir una ciudadanía de iguales en un mundo dominado por poderes domésticos. Pero más allá de esto, nos interesa dejar en claro aquí que la primacía de la justicia en el antiguo régimen no respondía a una ideología que pudiéramos llamar “garantista”, como bien lo aclara Mannori. No era tanto la vocación de garantizar derechos particulares (menos aun en un impensable sentido subjetivo e individual) lo que explicaba la centralidad a la justicia, sino más bien la función que esta cumplía en la legitimación del papel del soberano como garante de equilibrios corporativos preexistentes. Por otra parte, esa justicia, capaz de inhibir acciones realizadas incluso por los propios delegados del monarca, estaba al alcance de un universo relativamente acotado de actores calificados para mover con éxito sus pesados mecanismos institucionales (Mannori, p. 135).

El desarrollo de aquellos mecanismos de garantía, que Garriga analiza en su proceso de conformación y en su modo de funcionamiento para el caso castellano, muestra precisamente cómo ese andamiaje institucional se afianza en consonancia con la afirmación del príncipe como “fuente de toda jurisdicción”, junto con el reconocimiento de su “mayoría de justicia”, expresión cabal de la condición soberana en el orden jurisdiccional. Ello no significa, sin embargo, que esa afirmación en el plano formal eliminara por completo las tensiones derivadas tanto de la fragmentación corporativa (y sus formas tradicionales de legitimación), como de las dificultades para discernir entre actos de justicia y actos de gobierno, incluso dentro del aparato de la jurisdicción real. Garriga ilustra este último punto evocando la célebre junta magna de 1568, reunida a instancia del virrey del Perú para esclarecer “lo que es justicia y gobierno, que tan notablemente está falto y confundido” (p. 65). La junta no llegó a una solución concluyente y, como apunta el autor, nunca se superó ese “nivel de indefinición”. El delicado equilibrio entre funciones y autoridades terminaba por decantarse hacia la justicia a través de la posibilidad de apelar ante las Audiencias los actos de gobierno que agraviaran derechos previamente reconocidos. De ahí el carácter central de dispositivos tan pocos conocidos fuera de la historiografía especializada como el de la “apelación extrajudicial” y los mecanismos de control y disciplina de los oficiales regios que Garriga analiza aquí con precisión quirúrgica. Claro que ese aparato institucional y estos procedimientos, sin perder la identidad de su matriz doctrinaria, no dejaron de sufrir ajustes a lo largo de los siglos. Particularmente intensos fueron esos ajustes, como bien se sabe, tras el cambio de dinastía. El trabajo se cierra con una ponderación de las reformas borbónicas que, sin romper con las raíces tradicionales, impusieron una nueva dinámica que ya puede insinuarse como estatal, dando lugar a un proceso que el autor califica de administrativización del aparato de la Monarquía. Para comprender el sentido de esta expresión, las lecturas que siguen nos ofrecen un inmejorable punto de partida.

 

Gobierno económico, tutela administrativa, policía y Administración

Compartiendo las mismas premisas teóricas, los textos que integran la segunda mitad del Dossier discurren sobre aspectos que se sitúan relativamente en el margen del discurso jurisdiccional, ya sea porque se enfocan sobre elementos que operaban en un ámbito que después vendría a ocupar la Administración, o porque abordan directamente la polémica emergencia de este nuevo tipo de poder público y su configuración en la Francia de la restauración. Como se advierte desde su expresivo título, Bartolomé Clavero nos propone un diálogo no solo con la historiografía que por entonces renovaba el debate sobre la historia de la “centralización administrativa”, sino también con la lectura que Tocqueville ofreciera en sus obras acerca de esta cuestión. En el núcleo de ese diálogo trans-temporal comparece la pregunta acerca de si el proceso de centralización administrativa -esto es, la concentración de funciones gubernativas tradicionalmente ejercidas de manera localizada por corporaciones y poderes domésticos-, ya se había producido a finales del antiguo régimen, quedando para la revolución solo la tarea de generar su encuadramiento formal bajo el sintagma “tutela administrativa”, o si, por el contrario, existen razones para objetar esa lectura de continuidad entre ambos momentos. Clavero se inclina decididamente por el segundo extremo de la disyunción y, para sostener su respuesta, comienza su andadura acudiendo a la literatura jurídica del siglo XVIII -evitando, en lo posible, mediaciones historiográficas- para analizar el modo en el que la doctrina trataba el tópico relativo al “gobierno de los pueblos”. Esta vía de acceso le permite adentrarse en el tema sorteando los habituales anacronismos de una historiografía que solía (y suele, aunque quizás hoy en menor medida) dar por configurada una “Administración central” desde tiempos inmemoriales.

Las limitaciones culturales derivadas del paradigma jurisdiccional hacían impensable algo así como una Administración centralizada, o un poder de gobierno que fuera, a la vez, autónomo de la justicia y que pudiera prescindir de las corporaciones locales. Tales efectos podían buscarse desde la corte, eventualmente, apelando a potestades extraordinarias o explotando la fuerza legitimadora de condición paternal del rey. Pero estos mecanismos no dejaban de ser presentados como excepciones dentro del orden jurídico tradicional. Si por regla, al príncipe se reconocía todo el poder jurisdiccional, entendido como potestad pública para hacer leyes generales y resolver pleitos de justicia, la gestión de bienes e intereses comunes era un atributo de cada corporación, cada pueblo, universidad, comunidad religiosa, gremio, etc. Frente al carácter público de la jurisdicción, este poder de gestión se moldeaba sobre el arquetipo del orden doméstico. De allí que se calificara como potestad “económica” -en sentido puramente etimológico-, y se hablara entonces de “gobierno económico”. Recordemos la relevancia de la asimilación entre casa y ciudad, para comprender el sentido de fórmulas como la del “gobierno político y económico”, cuyo significado Clavero expone con meridiana claridad a partir de la obra de los juristas. El autor acude a tratados como el de Lorenzo de Santayana Bustillo, magistrado en la Audiencia de Zaragoza a mediados el siglo XVIII (después de la nueva planta borbónica), para recuperar un principio tan elocuente como este: “El Govierno de los Pueblos por Derecho natural, pertenece a los pueblos mismos” (p. 433). En una obra sobre el gobierno municipal, tal afirmación implicaba reconocer una adjudicación que naturalizaba el derecho de cada comunidad a decidir sobre aquellos aspectos relacionados con sus necesidades y bienes comunes. Un principio elemental de un orden social que se asumía integrado por corporaciones, no por individuos y por ello, vale aclararlo, una adjudicación de autogobierno que, por corporativa, no tenía “nada de democrático ni constitucional” (p. 426).

El ámbito de poder sobre el que se construirá la Administración pública estaba ocupado entonces por un conjunto discontinuo de espacios corporativos que, por derecho natural, tenían potestad para velar por las necesidades e intereses de sus miembros. Desde antiguo, el derecho asimilaba la función de los rectores corporativos con las obligaciones que, en las relaciones de familia, asumían los tutores para con los menores a su cargo. No podemos explayarnos sobre las múltiples implicancias relacionadas con esta semejanza, solo recordarla para comprender el sentido de la fórmula que Clavero nos propone en este texto: la “autotutela corporativa.” La expresión viene a rescatar la persistencia de aquella adjudicación naturalizada de poder corporativo, a sacarla de la “penumbra” en la que yacía por efecto de una historiografía que tendía a anticipar la emergencia de una “tutela administrativa” concentrada en el soberano. No es que la vieja monarquía careciera de herramientas para intervenir en los gobiernos corporativos. Ya nos hemos referido a las potestades extraordinarias del rey y a su papel como padre protector del reino, que le habilitaban a traspasar los límites del orden jurisdiccional y a disputar competencias propias de las corporaciones. Sin embargo, en la lectura de Clavero, esos elementos no anticipan necesariamente la construcción de un poder tutelar jurídicamente concentrado. Otros juristas comparecen para mostrar cómo la función institucional del príncipe seguía siendo definida por la justicia, y no por la administración o el gobierno (p. 434). Si la “tutela administrativa” pudo fungir como clave de centralización en contexto posterior fue porque la revolución creó unas condiciones (i.e., la negación de derechos corporativos, la irrupción de la ley general) que se situaban más allá de lo pensable en el orden de antiguo régimen (p. 464).

Con lo dicho hasta aquí podemos ya dimensionar el calibre de las retroproyecciones que abundaban (¿abundan todavía?) con respecto a la historia de los procesos de centralización administrativa. Pero el texto de Clavero no se queda ahí. Sus diálogos con Tocqueville nos conducen por una esclarecedora reflexión acerca de cómo pudo el polifacético escritor francés reparar en las peculiaridades del derecho administrativo por efecto de su ausencia y su contraste con el selfgovernment norteamericano, descrito en su Democracia en América. Clavero nos sugiere entonces leer El Antiguo Régimen y la Revolución y a la luz de aquella obra precedente, para sumar luego otros interlocutores como Albert Venn Dicey y Harold Laski que resultan fundamentales para comprender la ambigua relación, y el precio de la separación, entre derecho constitucional y derecho administrativo. Finalmente, no podemos dejar de mencionar un aspecto que, aun tocado casi tangencialmente en este trabajo, constituye una preocupación central en la obra de Clavero. Nos referimos a la tutela colonial. Y es que los criterios que regían la relación del rey con las corporaciones no se aplicaron a las llamadas repúblicas de indios. Estas fueron sometidas a una tutela perpetua ejercida por la Monarquía y la Iglesia, partiendo de la premisa de su incapacidad para autogobernarse. El punto no solo viene a mostrar el contraste en el dominio colonial castellano, sino que vuelve a aparecer entre las excepciones que autorizaban a quebrar los principios del rule of law norteamericano, cuando se decidió, ya en tiempos constitucionales, que los pueblos aborígenes en ese país quedaban sujetos a la tutela del gobierno de los Estados Unidos de América. Una auténtica sujeción tutelar llamada a convertirse, además, en criterio fundacional del derecho internacional (p. 461-465).

Volvamos a la ausencia de Administración y al espacio de poder que, en el antiguo régimen, seguía siendo, como vimos, atributo privativo de los pueblos bajo la fórmula del “gobierno político y económico”. Un ámbito que, en el siglo XVIII, es objeto de crecientes disputas entre las autoridades ordinarias -los rectores corporativos y padres de la patria (como se solía designar a los regidores municipales)- y las instituciones que ejercen la potestad paternal del rey, esa que le habilita a intervenir en asuntos “económicos” (domésticos). Signada por este tipo de tensiones, la circulación de un saber emergente como la “economía política” comenzaba a reflejar la necesidad de constituir un espacio común (político) a partir de los muchos espacios domésticos (económicos), justificando así, entre otras cosas, intervenciones tendientes a mejorar la producción, algo que no dejaría de tener efectos “constitucionales” plasmados en una diferente ponderación de la participación política[9]. Al mismo tiempo, una también novedosa noción general de policía, -otro campo de poder-saber enraizado a la antigua semejanza entre orden doméstico y político- vendría a erigirse en el medio más eficaz para legitimar instituciones y acciones que, adoptadas desde el centro soberano, afectaban abiertamente aquella esfera privativa de los espacios corporativos. El poder y la ciencia de la policía, entre otros dispositivos, jugarán un papel clave en esa lógica propia del despotismo ilustrado capaz de tensar los límites del orden jurisdiccional, en ese contexto que Garriga identificaba, como hemos visto, con una suerte de dinámica estatal y con la administrativización  del aparato de la Monarquía.

Producido en el mismo marco que el trabajo de Garriga, y publicado en la misma sede, el artículo de Jesús Vallejo se presenta aquí especialmente revisado por el autor para este dossier, con añadidos que, sin embargo, no alteran su composición original. Vallejo comienza desgranando la semántica histórica de la “noción de policía” para analizar luego la emergencia europea de una ciencia de la policía, así como su circulación, traducciones mediante, en España, entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Etimológicamente ligada a lo público, pero vinculada, a su vez, a las funciones de gobierno y a la buena disposición de las cosas comunes, la noción de policía capitalizó la potencia expansiva que encerraba la inveterada analogía entre autoridad paternal y autoridad política. “La tratadística ilustrada -nos recuerda Vallejo-, pese a su insistencia en la significación pública de la policía, mantuvo presente y visible la vinculación y el arraigo de esta materia en el terreno de lo económico, en esa dimensión paternal del poder que había de mostrarse en la actitud y en la acción de quien lo ejercía” (p. 8). Junto con el nuevo sentido político de la economía, la noción de policía podía canalizar la progresiva extensión de unas acciones de gobierno orientadas ahora por un ideal de felicidad que exigía una actitud preventiva y proactiva, por contraste con el papel pasivo y restaurador del arquetipo judicial de poder. Siguiendo la literatura especializada, Vallejo destaca los rasgos que van conformando todo un discurso de poder que traspone los límites ordinarios y también los expedientes de excepción del viejo orden jurisdiccional, para consagrar dispositivos de “intervención general” que son, en sí mismos, “generadores de Estado” (p. 12). Integrado por funciones de prevención, promoción, instrucción, corrección y castigo, el catálogo de actividades propias del poder de policía tendía a ser ilimitado, de la misma forma que la determinación de su ejercicio parecía rehuir a las limitaciones de una “rígida definición normativa” (p. 13)[10].

Por su expansiva indefinición, por su capacidad de penetración local, las instituciones puestas en marcha en función de esa renovada concepción de policía tuvieron la virtualidad de validar acciones más o menos centralizadoras sobre el ámbito propio de los gobiernos corporativos. Por otra parte, en su interacción con la economía política y articulado con el nuevo lenguaje de los derechos y libertades, el discurso sobre la policía traspasó la frontera epocal para reinsertarse en el contexto constitucional, como lo muestra Vallejo al describir el derrotero de las Cartas sobre la policía de Valentín de Foronda (p. 18ss.). Ciertamente, se trataba ya de otro contexto, con el eco de la experiencia francesa en el imaginario y con un derecho administrativo que comenzaba a insinuarse como campo jurídico especializado. Aun así, el modelo constitucional gaditano, fruto de una transición planteada en clave tradicional, no receptó todavía el nuevo modelo de administración con todas sus consecuencias[11]. Haría falta una revolución deliberadamente rupturista para pasar de aquella abigarrada matriz compuesta por poderes jurisdiccionales, gobiernos corporativos, e instituciones de policía, a una Administración capaz de erigirse en poder autónomo, con una capacidad de acción diferenciada de las funciones de legislar y juzgar. Cabría añadir, incluso, que además de una revolución capaz de expropiar en nombre de la nación las antiguas competencias corporativas e instaurar un principio de división de poderes, el desarrollo paradigmático del derecho administrativo francés requirió de un momento tan complejo y polémico como el que representó el ciclo napoleónico.

En el trabajo que cierra este dossier, Marta Lorente se centra, precisamente, en los debates sobre la conservación del Consejo de Estado y la jurisdicción administrativa, elementos claves para el funcionamiento de la nueva Administración francesa tras el proceso de restauración. Evocando la figura del gran politólogo español Rafael del Águila, fallecido a comienzos de 2009, Lorente se propuso destacar también el aporte que la historia institucional puede realizar a la historia del pensamiento político, mostrando algunas de las contradicciones que signaron la génesis del orden liberal decimonónico. No se trata de contradicciones en el plano de las ideas, sino en el ámbito de las instituciones creadas y mantenidas en nombre del liberalismo. Tampoco se trata de contradicciones advertidas por el historiador, desde el presente, sino por los propios actores que participaron en uno de los debates jurídicos “más importantes del siglo” (p. 18), como fue aquel sobre la constitucionalidad del Consejo de Estado y sus procedimientos, una vez restaurada la Monarquía bajo los nuevos principios establecidos en la Carta otorgada de 1814. Más allá de lo sostenido por las diversas posiciones en el debate, la autora comienza por descartar aquellas que, nutriendo incluso una larga tradición historiográfica, se empeñaron en demostrar la continuidad entre el antiguo Consejo del Rey de Francia y el Consejo de Estado creado en 1799. Lorente no solo asume así la crítica hacia una historiografía continuista sobre el Consejo de Estado, sino que identifica en ella una parte central de la “operación (re)constructora del mito de la existencia de un derecho administrativo bajo el Antiguo Régimen” (p. 20). En consonancia con la perspectiva de los demás textos que hemos presentado aquí, Lorente parte de la premisa de que no cabe considerar a las nociones de justicia y policía del antiguo régimen como “precedentes” de las categorías contemporáneas y que no es posible identificar antes de la revolución “una función administrativa capaz de encuadrar un derecho autónomo” (p. 21).

Como bien se sabe, las elites liberales de la restauración francesa se preocuparon por alejar el nuevo orden político tanto de las derivas asamblearias jacobinas como del absolutismo prerrevolucionario. En la búsqueda de ese equilibrio, el modelo inglés aparecía una vez más como ejemplo a seguir. La dificultad para conciliar aquel poder administrativo de cuño bonapartista -que había hecho posible una profunda transformación en tan pocos años-, con los principios de una monarquía constitucional moderada, se sitúa entonces en el centro de la discusión. Partidarios y detractores del Consejo de Estado y su jurisdicción administrativa, de su admisibilidad dentro de los principios establecidos en la Carta de 1814, de su compatibilidad con la separación de poderes y con los derechos y libertades que pretendían preservarse, movilizaron un debate en el que veremos comparecer muchos de los tópicos referenciados en los otros textos. De ahí el valor que Lorente asigna a este momento como verdadero punto de inflexión para la historia de un derecho administrativo que, a pesar de los rechazos que generaba, terminaría por imponerse como modelo en buena parte de la Europa continental. Las objeciones basadas en el origen despótico del Consejo de Estado, en el carácter ambiguo de sus funciones, en la protección de sus agentes ante la justicia ordinaria, en el tenor arbitrario de sus procedimientos, en fin, en la indefensión judicial de los ciudadanos frente a la Administración, no lograron desarticular una estructura de poder que sería considerada, en 1845, como una institución fundamental del Estado francés (p. 40).

El texto de Marta Lorente nos exige volver sobre un punto para cerrar esta presentación. Como lo hemos adelantado en las páginas precedentes, las primeras experiencias constitucionales hispanoamericanas, ya fuera por influencia del peculiar modelo gaditano, ya por inspiración del federalismo norteamericano, rechazaron semejante configuración de la Administración que no solo rompía con la tradición precedente, sino que resultaba difícil de conciliar con los nuevos idearios políticos. Solo tardíamente, en el tránsito hacia el siglo XX, con los procesos de consolidación de los estados nacionales, comenzaría a tematizarse la necesidad de dotar a la autoridad ejecutiva de unas herramientas adecuadas para la consecución de los fines asociados a un proyecto de desarrollo común, evitando la judicialización de sus acciones y ponderando el carácter cualitativamente diferencial de las relaciones entre el estado y los particulares. No sería esta, ciertamente, la única forma de construir estatalidad. Pero sí la que nos permite comprender la profunda ruptura que implicó, en la tradición jurídica europea, la construcción de una estatalidad en clave administrativa, y los dilemas de quienes aspiraron a dejar atrás el viejo orden conservando parte de la tradición o acudiendo a un modelo híbrido, a mitad de camino entre el rule of law y el derecho administrativo.

Textos selecionados para el dossier:

Mannori, Luca (2007). Justicia y Administración entre Antiguo y Nuevo Régimen. Revista Jurídica de la Universidad Autónoma de Madrid, 15, pp. 125-146. Recuperado de https://repositorio.uam.es/handle/10486/4581

Hespanha, António Manuel (1990). Justiça e administraçao entre o Antigo Regime e a revoluçao. En Bartolomé Clavero, Paolo Grossi y Francisco Tomás y Valiente (eds.), Hispania entre derechos propios y derechos nacionales: atti dell’incontro di studio Firenze – Lucca 25, 26, 27 maggio 1989 (Vol. 1, pp. 135-204). Milano: Giuffrè Editore.

Garriga, Carlos (2009). Gobierno y justicia: el gobierno de la justicia. En Marta Lorente (dir.), La jurisdicción contencioso-administrativa en España. Una historia de sus orígenes (pp. 47-113). Madrid: Consejo General del Poder Judicial.

Clavero, Bartolomé (1995). Tutela administrativa o diálogos con Tocqueville (a propósito de Une et indivisible de Mannoni, Sovrano tutore de Mannori y un curso mío). Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, 24, pp. 419-465.

Vallejo, Jesús (2009). Concepción de la policía. En Marta Lorente (dir.), La jurisdicción contencioso-administrativa en España. Una historia de sus orígenes (pp. 117-144). Madrid: Consejo General del Poder Judicial.

Lorente, Marta (2009). Un día en la vida del centauro liberal (libertad de los modernos vs. Jurisdicción Administrativa en la restauración francesa, 1814-1830). Historia y Política, 22, pp. 15-44.

 

[1] Lempérière, Annick (2017). Constitution, juridiction, codification. Le libéralisme hispano-américain au miroir du droit. Almanack, 15, pp. 1-43. Véase también, Lempérière, Annick (2019). Constitución, jurisdicción, codificación. El liberalismo hispanoamericano en el espejo del derecho. Revista de Historia del Derecho, 57, pp. 1-34.

[2] La mejor síntesis a estos efectos la ofrece Garriga, Carlos (2004). Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”. Istor. Revista de Historia Internacional, 16, pp. 13-44.

[3] Como referencias esenciales, véase, Costa, Pietro ([1969] 2002). Iurisdictio. Semantica del potere nella pubblicistica medievale. Giuffrè: Milano; Mannori, Luca (1990). Per una ‘preistoria’ della funzione amministrativa. Cultura giuridica e attività dei pubblici apparati nell’età del tardo diritto comune”. Quaderni Fiorentini, 19, pp. 323-504; Vallejo, Jesús (1992). Ruda equidad, ley consumada concepción de la potestad normativa, (1250-1350). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales: Madrid; Hespanha, António M. (1993). La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna. Centro de Estudios Constitucionales: Madrid.

[4] Una introducción a la temática, según la línea historiográfica que comparten estas lecturas, en Agüero, Alejandro (2009). Herramientas conceptuales de los juristas del derecho común en el dominio de la administración. En Marta Lorente (dir.), La jurisdicción contencioso-administrativa en España. Una historia de sus orígenes (pp. 21-44). Madrid: Consejo General del Poder Judicial. Igualmente podrá resultar de utilidad, a estos fines, Agüero, Alejandro (2006). Categorías básicas de la cultura jurisdiccional. En Marta Lorente (coord.), De justicia de jueces a justicia de leyes: hacia la España de 1870 (pp. 19-58). Madrid: Consejo General del Poder Judicial.

[5] Dentro de la prolífica literatura al respecto, véase Lacchè, Luigi y Meccarelli, Massimo (2012). Storia della giustizia e storia dell diritto. Prospettive europee di ricerca. Macerata: Università di Macerata, y Barriera, Darío (2019). Historia y justicia. Cultura, política y sociedad en el Río de la Plata (Siglos XVI-XIX). Buenos Aires: Prometeo.

[6] Sobre la función estructurante de la representación dogmática realizada por los juristas, véase Hespanha, António M. (1993). Representación dogmática y proyectos de poder. En Hespanha, António M., La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna (pp. 61-84). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

[7] En la historiografía la relación entre poder patriarcal y político ha cobrado una relevancia que entonces no tenía. Además de los textos de Clavero y Vallejo en este Dossier, véase, entre otros, Dubber, Markus (2005). The Police Power. Patriarchy and the Foundations of the American Government. New York: Columbia University Press. Para nuestra región, Agüero, Alejandro (2018). Republicanismo, Antigua Constitución o gobernanza doméstica. El gobierno paternal durante la Santa Confederación Argentina (1830-1852). Nuevo Mundo Mundos Nuevos, http://journals.openedition.org/nuevomundo/72795; Zamora, Romina (2017). Casa poblada y buen gobierno. Oeconomia católica y servicio personal en San Miguel de Tucumán, siglo XVIII, Buenos Aires: Prometeo; Casagrande, Agustín (2019). Gobierno de justicia, poder de policía. La construcción oeconómica del orden social en Buenos Aires (1776-1829), Valencia: Tirant lo Blanch.

[8] Zimmermann, Eduardo (2015). Circulation des savoirs juridiques: le droit administratif et l’État en Argentine, 1880-1930. En Pilar González-Bernaldo y Liliane Hilaire-Pérez (eds.), Les savoirs-mondes: Mobilités et circulation des savoirs depuis le Moyen Âge (pp. p. 421-437). Rennes: Presses Universitaires de Rennes.

[9] Portillo, José María (2010). Entre la Historia y la Economía Política: orígenes de la cultura del constitucionalismo. En Carlos Garriga (coord.), Historia y constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano (pp. 27-57). México: CIDE-Instituto Mora-Hicoes.

[10] Sobre esa inherente indeterminación legal del poder de policía, Dubber, Markus (2005). The Police Power, cit., pp. 120 ss.

[11] Sobre las particularidades del constitucionalismo gaditano, véanse los trabajos reunidos en Garriga, Carlos y Lorente, Marta (2007). Cádiz 1812. La constitución jurisdiccional. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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