Dossier. El republicanismo en el mundo hispánico

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Dossier. El republicanismo en el mundo hispánico

 

Gabriel Entin (CONICET-Centro de Historia Intelectual, UNQ)

 

Este dossier tiene como objetivo la difusión de textos sobre un tema específico: el republicanismo en el mundo hispánico. Este tema sugiere dos problemas: ¿Qué significa el republicanismo? ¿Cómo puede analizarse en la monarquía católica y en las revoluciones hispanoamericanas? Los ocho artículos que presentamos aquí fueron seleccionados a partir de estas preguntas, y sus autores ofrecen distintas respuestas a ellas.

El hilo común entre todos ellos está dado por la reflexión sobre el republicanismo en un espacio común, el hispánico, que hasta hace pocos años permanecía excluido o al margen de la historiografía sobre la tradición, la cultura y los lenguajes republicanos en el mundo atlántico. Esta historiografía comenzó a tomar forma a partir de la década del ’70 con las publicaciones de The ideological origins of the American Revolution, de Bernard Bailyn (1967), The Creation of the American Republic, 1776-1787, de Gordon Wood (1969), y The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, de J.G.A. Pocock (1975). Luego, con los trabajos de Quentin Skinner sobre el análisis contextualista de las ideas políticas –principalmente, las de Maquiavelo-. Pocock y Skinner consolidaron, entre otros, la llamada Escuela de Cambridge que tiene al republicanismo como su principal objeto de estudio.

Una de las razones de la exclusión del mundo hispánico de la tradición republicana atlántica residió en una visión restringida del “Atlántico”. Esta visión privilegió ciertos espacios y experiencias respecto a otros: las ciudades-Estado del Renacimiento italiano, que incluía a la Florencia de Maquiavelo y de Guicciardini; la guerra civil inglesa y la gloriosa revolución de 1688, que atravesó las reflexiones de Harrington, Milton, Sidney, Locke y Hobbes; la revolución de las trece colonias británicas en América del Norte, en 1776, que tendría a Paine como uno de sus principales defensores; la promulgación de la Constitución de los Estados Unidos, en 1787, sostenida intelectual y políticamente por los federalistas (Madison, Hamilton, Jay); y la revolución francesa de 1789, que convertiría a Montesquieu y a Rousseau en sus padres intelectuales. A pesar de representar el mayor espacio atlántico en términos territoriales, esta tradición republicana ignoró, salvo excepciones, el archipiélago de ciudades hispánicas que componían la monarquía católica en ambos hemisferios.

Otra razón de la exclusión del mundo hispánico fue que el republicanismo (o, en términos de Pocock, el humanismo cívico) se asoció a un discurso secular y mundano de la virtud (entendiendo por este concepto la virtù maquiaveliana como capacidad de acción del ciudadano frente a la fortuna) frente a un discurso cristiano y escatológico de las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fuerza, templanza) donde el aquí y el ahora de la ciudad del hombre estaban subordinados a la eternidad de la ciudad de Dios. Ante esta dicotomía, la monarquía hispánica, constitutivamente católica, aparecía en los siglos XVI y XVII como un contraejemplo del republicanismo y un sinónimo de despotismo, intolerancia y fundamentalismo religioso. Desincorporándose de esta monarquía y luchando contra ella se creó, durante la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648), la primera república moderna que excedía el territorio de una ciudad: la república de las siete Provincias Unidas en los Países Bajos.

Una tercera razón que explica la marginación historiográfica del espacio hispánico en la tradición republicana atlántica se relaciona con la misma categoría de “Revolución atlántica”, propuesta en los años ’50 por Robert R. Palmer y Jacques Godechot (en el contexto de la alianza entre países del Atlántico norte contra el comunismo soviético). Con esta categoría se entendía a las revoluciones del siglo XVIII como un único proceso de una era de la revolución democrática (en los ’90 Gordon Wood la llamaría la era de la revolución republicana). En aquellos estudios sobre la “Revolución atlántica” no se consideró a África, el Caribe e Hispanoamérica, cuyas revoluciones de principios del siglo XIX representaron la mayor experiencia republicana de la historia en términos de creación de repúblicas: entre 1810 y 1825 más de veinte repúblicas fueron organizadas en el continente a partir de la crisis de la monarquía hispánica de 1808.

La renovación de la Historia atlántica desde el mundo anglosajón -en la que Bailyn y John Elliot tuvieron un rol fundamental-, y desde el mundo hispánico -en donde Reforma y disolución de los imperios ibéricos 1750-1850 de Tulio Halperín Donghi (1985) representó una obra pionera- contribuyeron a repensar la categoría de “Atlántico” y considerar al mundo hispánico como otra experiencia del republicanismo atlántico. A partir de las revoluciones e independencias en Haití (1791-1804), en Hispanoamérica (1810-1825) y en África (Liberia, Senegal, repúblicas Boers, etc.), junto con otros intentos efímeros o de corta duración de creación de repúblicas (Italia, 1802-1805; Pernambuco, 1817; Florida, 1817; Texas, 1836-1846, etc.), el republicanismo atlántico se presenta cada vez más como una pluralidad de experiencias republicanas que desbordan todo modelo de republicanismo avant la lettre.

Tres hipótesis sobre el republicanismo

En este dossier pretendemos dar cuenta del mosaico republicano, limitándolo a territorios representativos del Atlántico hispánico entre los siglos XVI y XIX: Xavier Gil Pujol analiza la Península ibérica; Luis Castro Leiva y Clément Thibaud se ocupan de Nueva Granda y Venezuela, mientras que Rafael Rojas estudia México. El resto de los espacios están comprendidos en los artículos de François-Xavier Guerra, Georges Lomné, José Antonio Aguilar Rivera y Alfredo Ávila, que ofrecen un ejercicio comparativo del republicanismo hispánico.

Antes de introducir cada uno de los textos, tres aclaraciones son necesarias que no necesariamente coinciden con los argumentos de los autores. En primer lugar, y en términos generales, convenimos que el republicanismo se refiere a una cierta comprensión de la república, de la ley, de la libertad y de la virtud política. En esta comprensión predomina la idea de que el bien individual está subordinado al bien común. La desviación de esta relación se denomina corrupción. Desde esta perspectiva, y a partir de la propuesta de Philip Pettit (Republicanism. A theory of freedom and government, 1997) y de Skinner (Liberty before liberalism, 2003), la libertad republicana puede entenderse como no-dominación. Si, esquemáticamente, la comprensión liberal de la libertad se basa en la separación entre la vida civil y la vida política, es decir, en una libertad como ausencia de obstáculos físicos o independencia individual que no depende de una forma de gobierno o de condiciones de dominación, la comprensión republicana de la libertad implica, por el contrario, condiciones necesarias para evitar la dominación, entendida ésta como una interferencia arbitraria sobre el ciudadano. Estas condiciones son la ley, una forma de gobierno basada en leyes cuyo objetivo es el bien común y no el personal del gobernante, y la virtud de los ciudadanos para actuar en defensa de la comunidad por sobre sus intereses particulares.

En segundo lugar, la república es un concepto plurívoco, equívoco y ambiguo. A grandes rasgos, podemos distinguir dos sentidos principales: por un lado, la república como res publica, la cosa pública, la cosa del pueblo, la comunidad política. Originalmente teorizada por Cicerón, refiere a una forma política; a un modo de coexistencia social que tiene como principal objeto la libertad común. Quienes pertenecen a una república son algo más que individuos: son ciudadanos, tienen una existencia individual pero también una política, regulada por leyes que garantizan un orden y previenen su alteración arbitraria. La res publica requiere de un gobierno legítimo que, de acuerdo a Cicerón, puede ser monárquico, aristocrático, democrático o mixto (a partir de la combinación de los tres primeros). En este sentido, la república no es contradictoria con la monarquía como forma de gobierno. Por otro lado, la república –y esta es una acepción moderna que se consolida en el siglo XVII y se difunde en el XVIII- refiere a una forma particular de gobierno popular. Se trata de una concepción exclusivista del republicanismo que entiende la república como un gobierno del pueblo antagónico al gobierno monárquico. En términos prácticos e históricos, sólo una mínima parte del pueblo gobierna la república. Dicho de otra forma, las repúblicas modernas se basan en el principio de la soberanía popular pero el pueblo nunca gobierna por sí mismo sino a través de sus representantes.

En tercer lugar las repúblicas se construyen. Una condición para comprender cómo se construyeron las repúblicas durante las revoluciones hispanoamericanas de principios del siglo XIX consiste en entender su contexto político, histórico y religioso. La misma noción de contexto es arbitraria en la medida que implica seleccionar qué forma parte del contexto y qué no. El contexto de los revolucionarios que fueron artífices de las repúblicas hispanoamericanas está atravesado por un acontecimiento fundamental: la crisis de la monarquía hispánica en 1808 por las abdicaciones reales de Carlos IV y Fernando VII que Napoleón forzó en Bayona. Se trató de una crisis de legitimidad política. Por esta razón, las juntas (la primera del Río de la Plata y de todo el continente fue la de Montevideo integrada por españoles, luego Chuquisaca, Caracas y Buenos Aires) se organizaron en nombre del Rey, de la religión y de las leyes de la monarquía.

La república y el problema de la soberanía en las revoluciones hispanoamericanas

La nueva historia política de los últimos 25 años renovó las interpretaciones de las historiografías nacionalistas sobre las revoluciones en Hispanoamérica a partir de la consideración de una coyuntura común entre la Península ibérica y los dominios americanos, y una mutua causalidad de los acontecimientos durante la crisis monárquica de 1808. La categoría de “revolución hispánica” propuesta por François-Xavier Guerra (Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, 1992) dio cuenta de este mundo común a ambos lados del Atlántico hispánico. A partir de esta renovación, la institución de nuevas repúblicas en Hispanoamérica se explicó, por lo general, a partir de la teoría de la retroversión de la soberanía: con la crisis de la monarquía de 1808, la soberanía del rey se trasladaría a su sujeto original, el pueblo. En el contexto hispánico, este concepto se interpretaría de dos formas distintas: una moderna y singular, donde el Pueblo remite a un soberano abstracto, absoluto e indivisible, principio de toda legitimidad política, y una antigua y plural, donde el Pueblo refiere a la realidad concreta de las ciudades, los pueblos, considerados a sí mismos repúblicas auto-constituidas y soberanas.

Esta teoría sirve para analizar tensiones entre los nuevos gobiernos revolucionarios y las ciudades a las que pretendían representar pero representa un límite para pensar la revolución. Bajo el mismo concepto de soberanía se ocultan experiencias diferentes. En la monarquía, el rey encarna una soberanía entendida como majestad, es decir, como un poder preeminente y no absoluto, indivisible y perpetuo, inscripto en un orden ya instituido y legitimado en última instancia en criterios trascendentales. En la revolución la soberanía se presenta como un poder totalizante que posee en sí mismo los fundamentos de su legitimidad al mismo tiempo que estos fundamentos permanecen inciertos. La función principal de la soberanía revolucionaria es la auto-institución de un nuevo orden. Si en la monarquía, la soberanía refiere a un poder constituido, en la revolución este mismo concepto remite a un poder constituyente. Se trataría entonces menos de distinguir entre la soberanía del Pueblo o de los pueblos (en los dos casos se trata de una nueva soberanía), que en reconocer la capacidad auto-instituyente de la soberanía en la revolución, inexistente en la monarquía, y las disputas en las formas de esta institución.

Entre un orden constituido y otro a constituir la idea de que las revoluciones hispánicas tienen antecedentes revela un problema metodológico: por un lado, la misma idea de antecedente sólo tiene sentido a partir de un hecho a posteriori y, así, toma forma a partir de argumentos necesariamente anacrónicos.Por otro lado, las rebeliones en Hispanoamérica durante el siglo XVIII se inscribían en un universo muy diferente al de 1810; entre otras razones, porque antes de la crisis monárquica existía efectivamente un rey y un orden organizado a partir de su figura. A partir de 1808, ese orden no existe.

Ahora bien, la crisis monárquica no es el único acontecimiento que explica la institución de repúblicas. Desde ya que las revoluciones norteamericana y francesa (ésta última con más percepciones negativas que positivas en el mundo hispánico al identificarse con la revolución en Santo Domingo, el Terror de 1793 y la ejecución de Luis XVI; más tarde, con Napoleón, el invasor) forman parte del contexto revolucionario y estarán presentes en las diferentes alternativas de organización de gobiernos y constituciones. Junto con estas experiencias, se encuentra la de la propia monarquía católica donde crecieron, se educaron y trabajaron los españoles americanos que luego se convertirían en revolucionarios y que se asumirían estrictamente como americanos en lucha contra los españoles, más allá de que los campos de batalla no mostrarían este antagonismo. Más que una oposición entre valores republicanos y cristianos, el mundo hispánico revelaría la articulación de un republicanismo católico.

Uno de los principales conceptos con el cual los juristas y teólogos hispánicos conceptualizaban a la monarquía desde el siglo XVI en adelante era el de república. Toda una glorificación estética –pero también política- del pasado romano daba forma a las leyes e instituciones monárquicas, y a la idea de que la República no era para el Rey sino el Rey para la República. A partir del siglo XVIII, los Borbones intentarían cambiar esta idea. El rey buscaría consolidarse como soberano sólo limitado por Dios. Las políticas de reforma no lograrían, sin embargo, desplazar a las comunidades como estructuras basales de la arquitectura monárquica. Las reformas políticas, administrativas, militares de la monarquía se aplicaron en aquél laboratorio de experimentación de la Ilustración hispánica que fue América. Su implementación significó la negociación de la Corona con las ciudades principales quienes, a partir de la crisis monárquica, serían las responsables de organizar juntas de gobierno a ambos lados del Atlántico. Originalmente legitimadas en la monarquía, las juntas hispanoamericanas encontrarían pronto en la revolución un fundamento más efectivo –pero no menos polémico- para justificar su creación: el pueblo soberano, principio abstracto con el cual se constituirían las nuevas repúblicas en América.

El republicanismo en el mundo hispánico puede analizarse a partir de un enfoque interdisciplinario donde la historia y la filosofía política son indisociables en el análisis de “lo republicano”. La historia atlántica, la historiografía sobre el republicanismo y la nueva historia política hispanoamericana pueden conjugarse críticamente para delimitar un laboratorio republicano hispánico. Los textos de este dossier fueron reunidos no sólo porque su objeto específico de análisis es el republicanismo en distintos espacios hispánicos sino también porque representan, de diversas maneras, lecturas originales, innovadoras y divergentes sobre la república como problema de la monarquía católica y de las revoluciones hispánicas.

Republicanismos en el mundo hispánico

Xavier Gil Pujol reconstruye en su texto lenguajes y prácticas republicanas en la monarquía hispánica a través del análisis de tradiciones políticas de las ciudades en Castilla, Aragón y Cataluña entre los siglos XVI y XVII. Explicando los distintos sentidos del vocablo “república” en la monarquía a través de tratadistas españoles como Sebastián de Covarrubias, Francisco de Vitoria, Jerónimo Merola, Juan Costa, Juan Ginés de Sepúlveda, Jerónimo Castillo de Bovadilla, Juan De Mariana, Gil Pujol se centra en la identificación del concepto con una forma de organización comunal cuyo referente eran las ciudades italianas del Renacimiento y Flandes. Esta acepción, relacionada con la política municipal, era la utilizada por Hernán Cortés cuando describió el gobierno de los tlaxcaltecas como una república equiparable a los gobiernos de Venecia, Génova o Pisa. Y puede también observarse en las revueltas comuneras de Castilla (1520-1521), en el levantamiento segador de 1640 en Cataluña o en la rebelión de Portugal en el mismo año. Según muestra el historiador catalán, las diferencias entre las coronas de Castilla y de Aragón se tradujeron en diferencias lingüísticas referidas a conceptos, prácticas y vocabularios cívicos sobre la república que coexistieron con tres lenguajes principales: el del viejo contractualismo, el de la neoescolástica y el del neoestoicismo. El régimen municipal en Aragón, Cataluña y Valencia participaba además de una tradición cívica del Mediterráneo occidental con dinámicas políticas más abiertas que en Castilla. En todos los casos, hubo coexistencia y tensiones entre los lenguajes realistas y el espíritu cívico de las comunidades en la monarquía.

En uno de sus últimos artículos antes de su fallecimiento en 2002, François-Xavier Guerra introduce un análisis comparativo de la república como forma de gobierno y “legado” de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica. Guerra recuerda que, con la excepción de las dos experiencias imperiales en México (con Agustín de Iturbide, entre 1821 y 1823, y con Maximiliano de Habsburgo, entre 1863 y 1867) no hubo en el continente regímenes monárquicos luego de las revoluciones de principios del siglo XIX. El historiador francés propone explorar una pregunta: ¿Cómo se pasa de un “monarquismo” unánime en 1808 al consenso republicano de la década de 1820? Y sugiere la siguiente hipótesis: la independencia “de facto” de las ciudades de América hispánica en el antiguo régimen explica el surgimiento de temas republicanos durante la revolución. Guerra sitúa el republicanismo hispanoamericano y a algunos de sus problemas constitutivos (la representación, el federalismo, la unidad de la nación y la división de los pueblos) en diálogo con el republicanismo “de viejo y nuevo cuño” en el que incluye al humanismo cívico, a la Ilustración del siglo XVIII, a la revolución norteamericana y a la revolución francesa. Según explica, la ambigüedad del primer republicanismo en Hispanoamérica estuvo dada por la tensión, de acuerdo a la distinción de Benjamin Constant de 1819, entre la libertad de los antiguos –como participación del pueblo en los asuntos públicos- y la libertad de los modernos -como goce de derechos individuales-. Guerra estudia esta ambigüedad a través de las primeras constituciones y actas constitucionales hispanoamericanas. Identifica a Venezuela y a Nueva Granada como ejemplos precoces de republicanismo anti-monárquico y a Nueva España como ejemplo tardío, y distingue un rasgo del republicanismo hispanoamericano: su articulación con el catolicismo.

Desde una perspectiva de historia conceptual, el historiador francés Georges Lomné presenta en su texto la síntesis introductoria al concepto de república del Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Iberconceptos I, dirigido por Javier Fernández Sebastián (2009). Lomné inserta los cambios semánticos de la república en Iberoamérica en un laboratorio atlántico en el que analiza cómo actores y teóricos de las revoluciones norteamericana (Thomas Paine) y francesa (Sièyes y Brissot) empleaban el concepto. Para la comprensión de la república en las revoluciones hispanoamericanas, Lomné propone una hipótesis: el concepto remitía menos a la revolución francesa que a la “Roma del colegio”, es decir, a la Ilustración hispánica de la segunda mitad del siglo XVIII donde habían estudiado quienes se convertirían en revolucionarios. En esta Ilustración, la república refería al gobierno municipal y a figuras patrióticas de la antigua Roma compatibles con la monarquía. Sin embargo, durante la monarquía también hubo revueltas como la Conspiración de San Blas, en Madrid (1796) y de Gual y España en Venezuela (1797), donde las referencias republicanas sí se asociaban a la revolución francesa y se utilizaban como oposición al gobierno de Carlos IV. Para el análisis del concepto durante las revoluciones Lomné retoma el artículo de Guerra y destaca otro republicanismo precoz: el de la Banda Oriental con José Gervasio Artigas. Para Lomné, el republicanismo siguió cauces diferentes en América y en la Península ibérica, donde predominó un lenguaje liberal y, entre 1808 y 1823, la república no estuvo en “la agenda política” aunque, como menciona Gil Pujol, sí fue una noción relevante en la construcción de un nuevo discurso nacional a partir de la idea de una antigua constitución, según muestra el caso de Francisco Martínez Marina.

El texto del historiador venezolano Luis Castro Leiva corresponde a una conferencia dictada en 1995 –cuatro años antes de su fallecimiento-, y es quizás una de las primeras reflexiones sobre el republicanismo en las revoluciones hispanoamericanas (en su libro pionero sobre el tema, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, de 1984, Natalio Botana analizaba el discurso republicano en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX). Castro Leiva se centra en la revolución en Venezuela para analizar el republicanismo a partir de los cambios en el concepto de virtud. Desde una lectura de los autores de la Escuela de Cambridge, el historiador entiende al republicanismo como un lenguaje y como una teoría política. Asocia el lenguaje con los valores del humanismo del renacimiento y las relaciones entre la ley, la libertad, la forma de gobierno y los deberes cívicos de los ciudadanos. Por su parte, describe a la teoría republicana como un “reciente resultado historiográfico” centrado en la figura de Maquiavelo que refuta las concepciones liberal y comunitarista de la libertad. Castro Leiva analiza el republicanismo en Venezuela a través de los discursos republicanos de Simón Bolívar, Francisco Espejo y Germán Roscio, y sus concepciones de la virtud como concepto, idea, sentimiento, acción racional y posibilidad. Afirma que uno de los riesgos del republicanismo es el nacionalismo y su beligerancia moralista que atenta contra las libertades individuales; un riesgo que conlleva el “bolivarianismo” como tradición cívica “idiosincrática” y variante ilustrada y romántica del republicanismo clásico y cívico humanista.

Clément Thibaud explica en su texto la aparición del republicanismo en Venezuela y Nueva Granada (un espacio que el autor denomina “Tierra Firme”) a partir de la coyuntura de la revolución de 1810. Thibaud destaca la excepcionalidad de estos dos casos en el mundo hispánico por su temprano constitucionalismo (bajo el nombre de Cundinamarca, la provincia de Bogotá promulgó en 1811 la primera constitución escrita del mundo hispánico), su confederalismo (una “solución conceptual y práctica” al problema de la soberanía), y su incipiente republicanismo anti-monárquico, que se potenciaría con la declaración de guerra a muerte de Bolívar en 1813. Un elemento central en este republicanismo fue el ejército, expresión del pueblo en armas y del ciudadano-soldado virtuoso dispuesto a sacrificarse por la patria. Dentro de este esquema de emergencia, sostiene Thibaud, las juntas de gobierno podían también verse como “gobiernos dictatoriales en el sentido antiguo”, es decir, como poderes republicanos de excepción. En Venezuela, la organización de una unidad política precedió a la creación de estados provinciales. En Nueva Granada el proceso fue el inverso. En los dos casos se crearon confederaciones y se multiplicaron los textos constitucionales que reproducían constituciones y declaraciones de derechos de los estados norteamericanos y de los Estados Unidos de 1787 (presentada y traducida por Miguel de Pombo en 1811), la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 (editada por primera vez en Hispanoamérica en 1793 por Antonio Nariño) y de las constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795. Al igual que en el Río de la Plata y a diferencia del resto de Hispanoamérica, Tierra Firme revelaría diferencias conceptuales respecto a la experiencia constitucional gaditana de 1812. Una de ellas sería luego trasladable al resto del continente: el constitucionalismo histórico en que se legitimó la Constitución de Cádiz era difícil de proyectar en América. Los revolucionarios encontrarían en la fabricación de un pasado precolombino imaginario una legitimidad más efectiva para la creación de repúblicas.

En su importante libro coordinado junto a Rafael Rojas, El republicanismo en Hispanoamérica (2002), José Antonio Aguilar Rivera presenta argumentos provocativos sobre la república. Por un lado, asocia el concepto de república a una forma de gobierno anti-monárquica, una concepción que define como “epidérmica”. Por otro lado, identifica a la república con una concepción “sustantiva”, que refiere a argumentos republicanos clásicos del pensamiento político. Aguilar Rivera sostiene que las élites decimonónicas hispanoamericanas utilizaron por sobre la dimensión sustantiva la noción epidérmica de la república en su forma “liberal burguesa”, caracterizada por la representación, la separación de poderes, las constituciones escritas y la garantía de derechos individuales. El historiador mexicano parte de la idea de la existencia de un modelo de republicanismo que en Hispanoamérica se habría traducido en una heterodoxia, anomalía o eclecticismo republicano. Y lo ilustra a través del análisis de la lectura que el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre hace de Maquiavelo.

En el mismo libro, Rafael Rojas reconstruye la historia intelectual de la “frustración” del primer republicanismo mexicano desde la declaración de la independencia en 1821. Identificando lo republicano a una forma de gobierno representativa y a una tradición filosófica clásica del civismo patriótico, Rojas observa la creación de repúblicas en Hispanoamérica como “fundaciones culturales” de las élites letradas en un contexto de construcción de un espacio público moderno. Para el historiador cubano, el desencanto de la forma republicana de gobierno explica los orígenes del monarquismo mexicano. Si bien había habido un “momento republicano” durante la rebelión de José María Morelos en 1812 y durante el Congreso de Apatzingán de 1814, recién en la década de 1820 comenzarían a generalizarse los argumentos a favor de la república. La primera independencia significaría “un curioso republicanismo mexicano” que optaba “por un imperio con un príncipe nacional”, Agustín de Iturbide. Serían los diputados antiiturbidistas quienes comenzarían a defender el republicanismo contra el Imperio, junto con intelectuales como Fray Servando Teresa de Mier y el ecuatoriano Vicente Rocafuerte. Recién en 1823, con la caída de Iturbide, México adoptaría la “república federativa” como forma de gobierno y construcción “exógena”. Del debate entre monarquía y república se pasaría al debate entre república federal y república centralista. Para Mier y para Carlos María de Bustamente, sostiene Rojas, el federalismo provocaría la disolución de la república. Para la mayoría de los publicistas la república era una consecuencia del federalismo. En los dos casos el régimen republicano no implicaría la adopción de una cultura republicana ni la construcción de una ciudadanía política. A fines de la década del ’20, el republicanismo mexicano cobraría un nuevo impulso con la masonería. Sin embargo, las élites criollas asociarían el republicanismo masónico al faccionalismo y a una democratización peligrosa para el Estado. Promoverían así el “discurso de la frustración republicana” y la emergencia, a partir de la década del ’30, de un conservadurismo político acompañado de un liberalismo monárquico.

Alfredo Ávila analiza un proceso que considera simultáneo en Argentina, Colombia, Centroamérica y México: el radicalismo reformista republicano entre 1820 y 1830. Se trata de una perspectiva original que propone una visión común de la formación del orden republicano con referencias a los proyectos ilustrados de fines del siglo XVIII. En estas regiones Ávila distingue un republicanismo caracterizado por el espíritu de reformas en la política, la economía, la religión y la educación, que analiza a través de cuatro dirigentes: Bernardino Rivadavia, Francisco de Paula de Santander, Mariano Gálvez y Valentín Gómez Farías. Según afirma Ávila, el radicalismo republicano hispanoamericano durante la década del ’20 se caracterizaría por la imposición de la autoridad civil sobre la eclesiástica, la idea de formación de sociedades de pequeños propietarios, el impulso de la colonización extranjera de tierras y la participación popular en las reformas. El historiador mexicano observa estas reformas menos como antecedentes del liberalismo y de la separación entre el Estado y la Iglesia, que como continuación de las políticas borbónicas de fines del XVIII.

Los ocho artículos reunidos en este dossier muestran diferentes experiencias del laboratorio republicano hispánico, parte integrante de los republicanismos atlánticos. Agradecemos a los autores y a los editores su autorización para la reproducción de los textos. En un próximo dossier enfocaremos la lente en el Río de la Plata con la intención de problematizar desde la larga duración un problema central en la política actual: el republicanismo y la república en la Argentina.

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