- Dossier. Digitales
- Anaclet Pons
Internet: dos décadas vertiginosas
Todo lo relacionado con internet nos parece hoy acelerado, envueltos en una vorágine de novedades, en un rosario de herramientas y aplicaciones, en miradas distintas sobre lo que es la red y lo que será en un futuro cercano. Sin embargo, no siempre fue así. Podría decirse que hubo un tiempo en que las sorpresas eran igualmente mayúsculas, pero el discurrir mucho más pausado, al menos para quienes tuvimos la suerte de vivir todo el proceso. Y señalo esa fortuna porque tal experiencia quizá nos permita una cierta perspectiva sobre lo fundamental y lo accesorio, sobre lo que han sido transformaciones profundas, ahora ya descontadas, y lo que es pura espiral novedosa.
Como las de muchos otros, mi primera computadora, que aún conservo en algún rincón polvoriento, era una máquina enorme y pesada, además de cara. La adquirí a mediados de los ochenta con el sencillo propósito de que sustituyera mi vieja y entrañable Olivetti Lettera 32. La redacción de la tesis de doctorado nos sumía a muchos en sombrías elucubraciones sobre el número de hojas que deberíamos desechar, ya fuera por borrones ineludibles, por cambios de criterio o por simple reescritura. En ocasiones incluso, por no desaprovechar lo ya entintado en el papel, uno caía en la tentación de buscar una salida airosa a párrafos que quizá debiera haber eliminado. Todo ese proceso de escritura cambió por completo con los procesadores de textos y, con él, la forma de redactar, admitiendo reelaboraciones infinitas. En mi caso, primero fue el Write, luego el WordStar, después el WordPerfect y, finalmente, el omnipresente Word, con sus distintas versiones. Desde luego, visto en lontananza, hay todo un mundo desde el formato inicial del primer procesador hasta el último del más reciente, en cualquiera de sus variables, pero para nosotros fue una evolución gradual, siempre costosa y autodidacta.
Quiero señalar este aspecto porque entiendo que el cambio en la escritura es uno de los elementos característicos de este mundo digital, una modificación que va unida a la forma en que lo escrito se almacena, desde el viejo disquete flexible a las múltiples posibilidades del presente. Y por eso, como ha señalado tantas veces Roger Chartier, la revolución informática no sólo ha modificado la forma en la que escribimos, sino la técnica de transmisión de esos textos, el soporte en que se comunican y los hábitos de lectura. En todo caso, la considerable distancia que hay entre aquellos primeros procesadores de textos y los que usamos hoy en día radica en que el contexto ha variado. Al principio, el destino de un documento escrito con una computadora era su impresión y edición en papel. Ahora ya no ocurre así, y ello por dos razones. Una es la existencia de internet; otra es la aparición de un nuevo lenguaje: el hipertexto. Conviene reparar en algunas diferencias.
Por un lado, cuando vemos nuestro trabajo editado en forma de libro o, salvando las distancias, cuando lo creamos en cualquier editor de textos (listo para ser impreso), observamos que se trata de un documento estable, jerarquizado, con un orden fijo que nosotros le hemos dado y que nadie puede modificar, excepto a través de la lectura. Pues bien, estos y otros distintivos se pierden cuando decidimos introducir nuestro trabajo dentro de la red. Y ello a pesar de que son múltiples las formas con las que podemos publicar en internet ese material. La fórmula más elemental consiste en almacenar un escrito con el formato con que lo hemos elaborado (ya sea con extensión txt, doc o pdf, por citar los más comunes) con la finalidad de que otras personas puedan visualizarlo tal y como nosotros lo hemos creado. Sin embargo, esta esperanza es completamente vana, puesto que desde el momento en que hacemos público nuestro archivo, se convierte en otra cosa y puede ser manipulado (cortado, copiado, pegado, enviado, eliminado) con fines totalmente ajenos a nuestro control y voluntad. Por tanto, al aparecer bajo un nuevo entorno sus condiciones originales se alteran sensiblemente. De hecho, lo lógico es que ese archivo acabe guardado en otro ordenador y que, desde ese preciso instante, sea ya propiedad de otro usuario, que hará con él lo que estime más conveniente.
Por otro lado, la característica más relevante de los documentos digitales es su condición hipertextual. En este caso, aunque la apariencia pueda ser la misma, se le añade el hecho de estar construido con un nuevo lenguaje, hecho éste que agudiza todos los rasgos que habíamos predicado para el caso anterior. Así, por ejemplo, si la red otorga a cualquier documento una cierta inestabilidad, ésta es aún mayor si se trata de un hipertexto. De todos modos, más allá de las múltiples implicaciones que se derivan de tal circunstancia, hay una muy importante que conviene subrayar: nos hallamos ante un nuevo tipo de escritura, lo cual significa que se emplean otras formas de argumentación y un estilo distinto que, entre otras cosas, acentúa el trabajo colectivo. Pensemos en lo más evidente: en que el lector es activo construyendo su propio texto, moviéndose en su interior o modificándolo (copiando, cortando, pegando); incluso puede empezar en un texto y acabar enlazando con otro, habiendo desechado el primero. Todo eso es lo que ha hecho que determinados pensadores sientan corroborada su afirmación sobre el fin del autor y de la autoridad, así como de la fragmentación, por no hablar del carácter de construcción artificial de la escritura. Y razón quizá no les falte si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias. Un texto clásico es lineal, uno donde el lector no debe perder el hilo de la lectura, con una serie de referentes claros que indican lo que va antes y lo que sigue, lo que hay más arriba y lo que viene más abajo, lo que está dentro y lo que queda fuera, etcétera. A pesar, pues, de la libertad del lector, el papel impone una disposición espacial de los fragmentos que fija el orden del discurso. El hipertexto, en cambio, no es lineal, sino desordenado, con distintas configuraciones potenciales que invitan ante todo al vagabundeo. Todo ello es importante y supone una alteración profunda, en la medida en que la desaparición de estos y otros referentes puede modificar aspectos importantes dentro de la narración.
Pero para que todo eso se haya producido fue necesario que apareciera ese otro universo, el de internet, cuya emergencia también fue paulatina. Recuerdo que en los inicios teníamos computadoras, pero no conexiones, y tuvimos que esperar unos años hasta ver los primeros navegadores (Mosaic, Netscape) y escarbar en el Gopher. Eso sí, sin buscadores. Pero hay algo que, salvando las distancias, siempre ha estado ahí. La web se nos ha presentado desde el principio como una fuente inagotable de recursos, y su riqueza nos ha parecido tanto más fascinante cuanto mayor énfasis hemos ido poniendo en señalar que el acceso a ella era la clave de todo, también del conocimiento. Al final, tanta ha sido la aglomeración informativa que resulta imposible describir razonablemente su contenido, de modo que sólo vale explorarla. No es extraño, pues, que quienes la designan usen reiteradamente todo tipo de metáforas que aluden a ese significado: navegar, explorar, universo, telaraña, etcétera. La conclusión es que desde el inicio hemos creído que en la red lo encontraríamos “todo”, cuando la realidad es que hallamos “de todo”, y ésta es una diferencia sensible.
Por esta última razón, algunos decidimos en su momento ofrecer criterios o medios de control con el fin de introducir cierto orden un mundo confuso y desequilibrado, donde junto a cosas de alto valor siempre ha habido otras sencillamente repugnantes. Entonces aparecieron los catálogos de recursos temáticos, cuyo propósito no era acopiar todo lo disponible en la red, sino seleccionar aquello que pudiera tener mayor relevancia dentro de un área determinada. El modelo originario fue el de la célebre Biblioteca Virtual WWW, impulsado por Tim Berners-Lee, uno de los padres fundadores de este mundo virtual. Como es sabido, este índice de contenidos funciona por ramas, cada una de las cuales está mantenida por un especialista reconocido que garantiza la relevancia de lo que se agrupa. Se trata, pues, de un modelo federal, descentralizado, con un equipo heterogéneo que no siempre proporciona coherencia, es decir, un modelo que está en consonancia con las características propias de la red y que ofrece una solución muy común en estos casos. En el caso de mi disciplina, la historia, el pionero fue Lynn H. Nelson, quien puso en marcha el primer catálogo de recursos en la Universidad de Kansas en septiembre de 1993, justo en el momento en el que aparecía el navegador Mosaic y un año antes de que Netscape diera sus primeros pasos.
Tras la iniciativa de Nelson, además de otras que incluso la precedieron (como The Historical Text Archive de Donald J. Mabry) surgieron empresas similares, algunas de las cuales aún se mantienen plenamente vigentes, como la VoS creada en 1994 por Alan Liu. De todos modos, al principio la mayoría de estos esfuerzos fueron individuales y, en muchas ocasiones, impresionistas, fruto de la exploración que cada uno realizaba con su navegador. Éste fue también mi caso. Mi página de recursos apareció hacia 1998, si mal no recuerdo, como una simple recopilación de enlaces a los que añadía un sucinto comentario que servía para valorar la elección y justificar su inclusión. Su particularidad esencial era que ofrecía una versión española dentro de un universo en el que el dominio del inglés era casi absoluto y de ahí el éxito que tuvo en los primeros años, con un alto número de visitas, de las que al menos dos terceras partes siempre han procedido del ámbito hispano. En suma, hasta ahora se han visto más de trescientos mil páginas, pero ese tráfico ha variado mucho. Creció significativamente al principio, se mantuvo estable entre 2000 y 2005 y desde entonces se observa un descenso evidente que presagia su desaparición. Las razones de esa bajada son varias. En primer lugar, lo que era una iniciativa más o menos aislada se fue convirtiendo paulatinamente en una entre muchas otras. En segundo término, los contenidos albergados en internet han aumentado tanto que son inmanejables. Y, finalmente, este tipo de páginas ha perdido utilidad. Hemos de reconocer que es imposible para una persona cribar periódicamente los contenidos virtuales, que no tiene sentido hacerlo si ya hay algunos portales institucionales que cumplen esa función satisfactoriamente y que la aparición de la web 2.0, su modelo dinámico y el auge de las redes sociales han desbancado los patrones y las necesidades de hace algunos años.
Pondré un ejemplo. Como complemento a mi página de recursos, un tiempo después puse en marcha un directorio o índice de revistas de historia (moderna y contemporánea). El correo electrónico, otra de las grandes revoluciones del mundo digital, me había permitido entrar en contacto con otros académicos europeos y americanos, intercambios de los que surgió la mencionada idea. El proyecto pretendía servir de complemento al realizado por Stefan Blaschke en su espléndido The History Journals Guide, que empezó a funcionar a finales de 1997. Sin embargo, este sitio fue clausurado en 2006 tras morir de éxito, como suele decirse. Llegado el momento, Blaschke fue incapaz de manejar el volumen de información que ese campo específico generaba, ya que no contaba con apoyos ni financiación. Lo entiendo perfectamente. Mi recopilatorio de revistas es mucho más modesto y no pretende, como hacía el suyo, presentarlas según temas o geografías, ni mucho menos tener suscriptores y anunciarles las novedades. Aun así, incluyendo sólo el título y una breve descripción de las revistas, lo que era un centenar de enlaces ha ido creciendo hasta las más de mil trescientas referencias. Actualizar ese contenido cada cierto tiempo es, como cualquiera podrá adivinar, una pesadilla que uno otea con malestar y que, al materializarse, se prolonga durante un par de semanas. La rendición, pues, es una idea recurrente y más cuando uno observa la tenaz costumbre de las grandes casas editoriales (sobre todo ese gigante editorial llamado Taylor & Francis, pero también Sage, PUF o cualquier otra) de variar de vez en cuando las direcciones de sus publicaciones periódicas, de modo que quienes las enlazamos tenemos el tormento asegurado.
Así, podemos concluir que estas iniciativas individuales han fenecido y que su mantenimiento está ahora en manos exclusivamente de los servicios bibliotecarios de las universidades o de otros centros académicos o administrativos. Es la mejor opción: ellos tienen los medios y son profesionales de la documentación, preparados para ordenar el caos, fijar criterios uniformes de relevancia y ofrecer esa guía sin la cual todo es un rumor informativo. En cambio, las apuestas más personales triunfan en otros campos, los blogs, por ejemplo. Yo mismo tengo uno desde hace un par de años, denominado Clionauta, pero esa es otra historia.
Sea como fuere, para quienes hemos vivido la aparición de internet y hemos aprendido con ella, queda claro que no es un mundo inocuo, que todos necesitamos un esfuerzo de alfabetización digital. Lo contrario, lo que resulta más tentador, es utilizarlo como un simple depósito. Tal actitud refleja el mito de un acceso fácil al conocimiento, la confusión entre información y conocimiento. Pero visto bajo otro ángulo, todo conocimiento es construcción y precisamente esta telaraña global puede convertirse en una extraordinaria herramienta de trabajo, de comunicación, de construcción.